lunes, 5 de mayo de 2008

Artículos













Ponzoñosas secreciones, enfermiza sociedad. Me da por culo el guasá. Sin olvidar la estrategia de comunicar acciones, somos animales en peligro de extinción. Volátiles, cobardes, aguas de superficie en peligro de extinción. Meros pulverizadores, ambientadores perfumados de la última traición. Cobardes de comité, ambiguos plagicidas de no se sabe dónde. DDT de la miseria, células de la traición. Causantes del cáncer social, energúmenos amargos, clientes del poder.










Lírica del campamento
©Rafael Hierro



Plaza tomada, frente a la lógica del ocioso apartamento con televisor. Trasladar la vida cotidiana de cada uno al centro de las plazas públicas, compartir los ideales y la lucha con sentido y razón.

Aún no amanece. Siento el sonido de la lluvia y observo las gotas de agua en los cristales de mi cómoda casa. Pienso en esos jóvenes. Pronto se iluminará el cielo. Es primavera y las plazas públicas están sembradas de florescencias humanas bajo tiendas de campaña, descansando, tomando fuerzas para continuar, mojándose.

Bajo plástico, desembuchando a gusto miles de historias, urdiendo estrategias para la lucha.También compartiendo intrascendencias, con una complicidad interior que les llevará a tratar "los temas" sutil e irónicamente, con sentido y razón.

Importante el fin: Lograr la autodirección del propio desarrollo.

Ayer me habló uno de ellos en la plaza pública:

"Prefiero esto al escepticismo, eclecticismo e individualismo reinante. Si lo tomas como hecho aislado, como flor de una noche, resulta desde luego risible; ahora bien, si lo consideras como forma de vida, por supuesto a un nivel menos expresivo, creo que es el camino."

Me dijo que tenía diecisiete años.












Tortum collum
©Rafa Hierro
El tortículis o cuello torcido es una actitud viciosa de
la cabeza y el cuello, tras una elongación exagerada
de éste por causa traumática o congénita.

Cuando esta patología es provocada por los patrones
de gusto y unívoca mirada hacia el Norte, algunos
bien posicionados en su sillón institucional suelen
padecer, además, la conocida diarrea academicista
o diárrhoia académicus.





Definitivamente





Hay una frase que no reconozco como propia. He despertado recitándola cual agónica e insistente letanía: Hay días que nos quedan anchos.


Hay días que nos quedan anchos como camisa prestada de algún hermano mayor.

Quizá son esos días sin nubes, donde la mirada se pierde y el espacio aparente es tan inmenso que nos sobra todo. Sobra el tiempo, la luz, el pensamiento...

De tamaño mayor del que uno necesita, hay días que nos quedan anchos.

¿Es razonable?, digo yo, poner cara de haberlo sabido antes y caminar dignamente con seis tallas más de las que marca la vida...

Definitivamente, hay días que nos quedan anchos. Son esos días en los que alguien te pide que le pagues el tiempo pasado, que le reintegres su amor perdido y, si es preciso, te hundas en el fango de las horas muertas con tal de que seas capaz de entregarle también tu tiempo.

Y es que hay días que nos quedan anchos.
















Muertes ejemplares





Pocas dudas caben de que la gloria no nos espera. Tan cuidadosamente ha sido estructurado el tiempo útil que, a menos que el difunto lo halla solicitado previamente en sus últimas voluntades, o exista alguna remota tradición que así lo imponga, casi nadie es amortajado con su reloj en la muñeca. Sin embargo, a medida que se acerca la vejez al horizonte de nuestras vidas, estoy seguro, miramos mucho más el reloj y hasta escuchamos sus tic-tac a kilómetros de distancia.

He de confesar que, a mis 55 primaveras, me detengo cual urraca ante los escaparates de las relojerías para mirar las magníficas máquinas del tiempo que nos son ofertadas como auténticos signos de supremo prestigio, control y poder. Cual si fuéramos dueños de cada minuto y de cada segundo de nuestras vidas, cuando aceptamos la idea de adquirir un buen peluco y salimos del bazar luciéndolo en la muñeca, invertimos un tiempo infinito en mirar y remirar la fatídica esfera que, pegada a la piel, nos acompaña latiendo a ritmo desesperado, en loca competición con nuestros propios corazones.

Se habló mucho del carácter autobiográfico de los relojes. Este reloj me ha acompañado siempre, dicen algunos. Este Cauny lo llevó mi padre casi toda su vida, exclaman otros. Mi madre me ha dicho que, cuando ella muera, su reloj será mío. No sé si mi padre me dejará su reloj, dirán otros con preocupación infinita.

El surrealismo logró parir un ataúd con reloj carrillón incluído. Nosotros, los casi ancianos, ya no vivimos, soñamos la vida mirando al reloj como en una lenta y acompasada agonía. ¿Es esto lo que nos diferencia de los animales?

Si existiera o existiese una especie de taxidermia para los seres humanos, después de sacarnos las entrañas, disecarnos por completo y rellenarnos con pajullos cual espantapájaros, ¿Faltaría esa pieza?, ¿Nos representarían con el reloj puesto? Y siendo así, ¿Estaría el reloj en perfecto funcionamiento para concedernos el prurito de actualidad que quizá deba también reflejarse en nuestra mirada congelada?

Al margen de historias animales, muertes súbitas y extraños accidentes que acabarían por impedir una exacta sincronía con el tiempo que nos ha dado en medir sobre nuestra ya nívea piel, o piel de Nivea según sea el caso, por favor, dejemos de soñar con los quirófanos y disfrutemos la vida. Dejemos que los relojes mueran en los escaparates y en el más absoluto anonimato. Salgamos del armario del tiempo, no sé si llamarlo "almario".

En los mentideros urbanos se decía mucho que X navegaba sólo en Internet. Nada se pudo hacer tras su naufragio.








No sería sano almacenar tanta basura como nos llega, como nos vierten encima, pero tampoco lo es cerrar los ojos para defendernos.




Había terminado una intensa jornada de huelga junto a cientos de compañeros y compañeras en reivindicación de mejoras sociales y salariales de nuestro sector. Al caer la tarde, aún se respiraba la tensión de la jornada y el cansancio era evidente. Fue entonces cuando una compañera y yo nos acercamos a la orilla de una playa. Mientras caminábamos hacia el lugar elegido ella me habló de la práctica del Tai-Chi. Una vez sentados en la arena ocurrió algo grandioso, una hermosa puesta de sol nos dejaba asombrados y perplejos. Recuerdo que ella se puso en pié y me invitó a seguirla; nos acercamos aún más a la orilla y allí comenzó a impartir su clase de Tai-Chi. Pasados unos minutos, mi mente y mi cuerpo casi estaban mimetizados con la atmósfera de aquella tarde, con la luz, con la inmensa belleza natural de la playa. Esos momentos, que agradecí a mi compañera, nos ayudaron a superar el desencanto que sentíamos por las escasas expectativas de éxito de nuestras reivindicaciones laborales, a pesar de la huelga.

Algo que se me quedó en la memoria desde aquel momento. Las técnicas orientales y aquella puesta de sol nos habían servido para aumentar nuestras fuerzas y eliminar la desgana del que se presiente derrotado. Nos ayudaría a emprender nuevos planes para luchar en pro de nuestros objetivos. Sentí que teníamos mucho que aprender de la interculturalidad, no sólo como herramienta que nos haría incansables desde la mente y la conciencia en nuestros anhelos como trabajadores, sino más ampliamente por la paz mundial.

“Nuestros científicos han creído, demasiado a menudo, que explicaban el mundo cuando lo que hacían era poblarlo de etiquetas. Nuestra moderna ciencia cognitiva sabe un 0,5 por ciento acerca del cerebro y la mente. La conciencia, a estas alturas, no es algo que se conozca, sino que se infiere a partir de la propia experiencia. Y no sabemos nada, realmente nada, de lo que más nos importa: las razones del sufrimiento y de la muerte.“ (1)

Puede que el budismo tibetano nos ayude a superar el desencanto, quizá una o mil puestas de sol, pero no lo considero suficiente. Estas prácticas más o menos contemplativas no cumplen la función de interruptor molecular en nuestros cerebros para desconectarnos totalmente de la realidad en una suerte de on-off.

No sería sano almacenar tanta basura como nos llega, como nos vierten encima, pero tampoco lo es cerrar los ojos para defendernos.

“El hipercosmos es el cielo de estrellas fijas ardientes, lo que para los gnósticos era Dios. Asimov lo llamaba antiuniverso y para los López, la gente de la calle, es la zarza ardiente. Es un universo disimétrico y convergente con éste. Es fuego y energía en estado puro. Einstein tenía razón. En su ecuación e = mc2 , explica que el límite de este universo es la luz. Todo volverá al fuego ordinario” (2)

Esa luz que nos viene, cuando cae la tarde sobre una playa tranquila y serena mientras un pez agoniza sobre la arena, no nos hará olvidar que sus branquias intentan realizar el último ejercicio de gimnasia para la supervivencia.

(1) Chantall Maillard
(2) Leopoldo María Panero